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Іспанія. El Príncipe Destronado
Miguel Delibes
El Príncipe Destronado
La originalidad de esta novela estriba en el reducido marco que el autor se ha impuesto, no sólo en los límites cronológicos —la obra se desarrolla a lo largo de unas horas de un día de diciembre—, sino al tener la valentía de centrar el peso de la anécdota sobre un niño de tres años.
Los conflictos entre los adultos, los barruntos dramáticos que se apuntan sólo valen en cuanto rozan la psicología de Quico, el pequeño protagonista. Se trata pues, de una tentativa de aproximación al mundo de la primera infancia, ese mundo inefable y sepultado en el fondo de los tiempos a que a veces parece aflorar, para esfumarse de nuevo, al conjuro de un sabor, un aroma o una canción. Por la sencillez y sensibilidad con que han sido descritos, algunos personajes de esta obra quedarán como antológicos dentro de los tratados por Miguel Delibes.
Entreabrió los ojos y al instante, percibió el resplandor que se filtraba por la rendija del cuarterón, mal ajustado, de la ventana. Contra la luz se dibujaba la lámpara de sube y baja, de amplias alas —el {ángel de la guarda— la butaca tapizada de plástico rameado y las escalerillas metálicas de la librería de sus hermanos mayores. La luz, al resbalar sobre los lomos de los libros, arrancaba vivos destellos rojos, azules, verdes y amarillos. Era un hermoso muestrario y en vacaciones, cuando se despertaba a la misma hora de sus hermanos, Pablo le decía: “Mira, Quico, el Arco Iris”. Y él respondía, encandilado:
“Sí, el Arco Iris; es bonito, ¿verdad?”
A sus oídos llegaba ahora el zumbido de la aspiradora sacando lustre a las habitaciones entarimadas, y el piar desaforado de un gorrión desde el poyete de la ventana. Giró la cabeza rubia sin levantar la nuca de la almohada y, en la penumbra, divisó la cama, ordenadamente vacía, de Pablo y, a la izquierda, el lecho vacío, las ropas revueltas, el pijama hecho un gurruño, al pie, de su hermano Marcos, el segundo. “No es domingo”, se dijo con tenue voz adormilada y estiró los brazos y entreabrió los dedos de la mano contra el haz de luz y los contrajo y los estiró varias veces y sonrió y canturreó maquinalmente:
“Están riquitas por dentro, están bonitas por fuera”. De repente, cesó el ruido de la aspiradora allá lejos y, de repente, se impacientó y voceó:
—¡Ya me he despertaooooo!
Su vocecita se trascoló por los resquicios de la puerta, recorrió el largo pasillo, dobló a la izquierda, y se adentró por la puerta entreabierta de la cocina y Mamá, que enchufaba la lavadora en ese instante, enderezó la cabeza y dijo:
—Me parece que llama el niño.
La Vítoraentró en la habitación en penumbra como un torbellino y abrió los cuarterones de las ventanas.
—A ver quién es —dijo— ese niño que chilla de esa manera.
Pero Quico se había cubierto cabeza y todo con las sábanas y aguardaba acurrucado, sonriente, la sorpresa de la Vítora. Y la Vítora dijo mirando a la cuna:
—Pues el niño no está, ¿quién lo habrá robado?
Y él aguardó a que diera varias vueltas por la habitación y a que dijera varias veces: “Dios, Dios, ¿dónde andará ese crío?”, para descubrirse y entonces la Vítora se vino a él, como asombrada, y le dijo:
—Malo, ¿dónde estabas?
Y le besaba a lo loco y él sonreía vivamente, más con los ojos que con los labios, y dijo:
—Vito, ¿quién te creías que me había robado?
—El hombre del saco —respondió ella.
Y echó las ropas hacia atrás y tanteó las sábanas y exclamó:
—¿Es posible?, ¿no te has meado en la cama?
—No, Vito.
—Pero nada, nada.
El niño se pasó las manos, una detrás de la otra, por el pijama:
—Toca —dijo—. Ni gota.
Ella le envolvió en la bata, de forma que sólo asomaban por debajo los pies descalzos, y le tomó en brazos.
—Espera, Vito —dijo el niño—.
Déjame coger eso.
—¿Cuál?
—Eso.
Alargó la pequeña mano hasta la estantería de los libros y cogió un tubo estrujado de pasta dentífrica y accionó torpemente el tapón rojo a rosca y dijo, mostrando los dos paletos en un atisbo de sonrisa.
—Es un camión.
La Vítoraentró en la cocina con él a cuestas.
—Señora —dijo—, el Quico ya es un mozo; no se ha meado la cama.
—¿Es verdad eso? —dijo Mamá.
Quico sonreía, el largo flequillo rubio medio cubriéndole los ojos, erguido y desafiante, se desembarazó con desmanotados movimientos de la bata que le envolvía y dijo tras pasarse insistentemente las manos por el pijama:
—Toca; ni gota.
La Vítorase sentó en la silla blanca y abrió el grifo del baño blanco y la lavadora mecánica zumbaba a su lado y el niño, mientras el agua caía, enroscaba y desenroscaba el tapón rojo del tubo con atención concentrada, mientras intuía los suaves movimientos de la bata de flores rosas y verdes, y, de pronto, la bata se aproximó hasta él y sintió un beso húmedo, aplastado, en las mejillas y oyó la voz de Mamá:
—¿Qué tienes ahí? ¿Qué porquería es ésa?
Quico levantó de golpe la cabeza.
—No es porquería —dijo—. Es un camión.
La Vítorale izó en el aire mientras Mamá le desprendía de los pantalones y, al contacto con el agua, el niño encogió los dedos del pie y le dijo la Vítora:
—¿Quema?
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